No quiero irme sin recordar a mi abuela materna, Constancia,
porque entonces nunca más nadie la va a pensar.
Nació por el 1910 en un
conventillo de la Boca. Sus padres, mis bisabuelos eran inmigrantes pobres que
vinieron a la Argentina a hacerse la América. Llegaron a ser como 12 hermanos
pero debido a la falta de antibióticos en esa época, y otras carencias, los mayores murieron pequeños. Ella paso a ser la hermana mayor; le seguía Carmelo, Orlando, Teresa, Tita,
Alberto y La Negra. De jovencita tuvo que salir a trabajar para mantener a su
familia, ya que su padre por razones de salud no pudo, murió muy joven. Siendo mujer supo ganarse el premio a la
productividad en la fábrica de chocolates Águila, algo que contaba con orgullo,
porque superó a los hombres. La vida no
le fue alegre, pero ella siempre sonrió, nunca se quejó de su destino. Por lo
menos yo, no la escuche ni la vi llorar, salvo una vez y con razón. Contrajo
matrimonio de grande porque fue el alimento de su familia. Conoció a mi abuelo,
un Croata del que no tengo más que fotos y relatos. Del matrimonio nació mi mamá Nelly, María y
Marta. Mi mamá y Marta se llevaban casi 9 años de diferencia,
esto significa que la tuvo ya pasado los 30 y pico de años. Vivieron en la casa antigua que hoy todavía está
en pie sobre mi terreno. En esa casa me crie durante mi infancia. El comedor
que en un principio fue una galería, era el lugar donde las dos mirábamos las
telenovelas del 9 y en verano nos recostábamos en el piso a dormir la siesta.
Era grande y luminoso. Había una mesa amplia porque en ese entonces la familia
era numerosa. Sobre un costado estaban los
premios de belleza que Mary siempre ganaba. Las casas de entonces se construían con techos
altos y las puertas en dos hojas eran robustas al igual que las ventanas. Los pisos
de madera y la decoración con muebles de
estilo año 1930. Recuerdo el ropero y la cómoda con el espejo grande en el
medio. Es una casa amplia con mucho
terreno donde yo jugaba, andaba en bicicleta, patines, tenía una hamaca de
plaza, una pileta y un perro hermoso que se llamaba Fox. Él fue mi gran amigo,
quién me cuidaba de bebe mientras dormía y mi abuela trabajaba en su quinta del
fondo. Esperaba que regrese del cole, lloraba sin consuelo cuando nos
íbamos. Aprendí lo sano que es tener una
mascota de compañero de juego. Entiende todo sin conversarte, está feliz sin
sonreírte, te besa con su lengua grandota,
te festeja hasta las lágrimas, te protege hasta de vos, puede ser tu
mosquetero, tu príncipe, un ladrón, un rey; en tu historia tu mascota es el ser imaginario que cumple
todos tus deseos y caprichos con solo darle una galletita. En ese mundo
encantado, los tres, mi abuela, mi perro y yo pasábamos los días, las
estaciones y los años. Ella y el fueron el chocolate de mi infancia. Esa
ternura de abuela dándome el desayuno,
preparándome para el cole, cuidándome aún de grande, no tienen para mi olvido.
A medida que iba creciendo para no darle trabajo, trataba de hacerme las
cosas. Así de regreso del colegio, con tan solo 10 años, yo me preparaba mi
comida, me hacia la merienda y los deberes. Creo que hubiera preferido tenerme
más cerca, y me arrepiento de no haberla besado más. Tuve mucha abuela,
demasiado. Ella sufrió tanto que yo no quería su presencia. Cuando cumplí 17 años, Marta decidió con tan
solo 37 años que había luchado mucho por subsistir y nos dejó. Recuerdo ese día
golpeando la puerta de su casa con su hermana la Negrita. La miré y le di la
mala noticia. Esa fue la única vez que lloró sin parar. Dios, ni siquiera en ese momento la escuche
maldecir. Solo lloraba en la cocina sentada mirando el techo. Le habla a mi
abuelo y le preguntaba, por qué me la llevaste Juan? Por qué? Corazón generoso
y bondadoso. Ella se aferró a la vida, a
sus nietas Erika, la hija pequeña de
María y yo. Desconozco sus años de duelos, todos teníamos
el nuestro. No pasaron más de 5 años que entonces muere María. Por segunda vez debí
golpear la misma puerta para darle la noticia. Esa vez fue distinto, ella sabía
lo que le iba a decir. Misteriosamente no tuve que hablar, solo observar. No recuerdo si lloró.
A partir de ese día ella comenzó perderse en el tiempo, pero nunca tanto como
para olvidarse de quien era y donde estaba, solo fue una amnesia temporal. Paso
un tiempo y ante mi gran sorpresa pinto toda la casa. Todos los días se
levantaba y repasaba las tablas de multiplicar para no perder la memoria y leía
la biblia. Aun la conservo y es lo único que quiero sostener cuando mis manos
se arruguen.
Ella siguió su vida y cuando
hablábamos me decía que quería vivir hasta los 100 años como su abuela. Quería
conocer a sus bisnietos. No entendía. Nosotros ya éramos más grandes, la familia más
chica y ella pasaba más tiempo sola. Pero su soledad era su compañía. Ella
estaba detenida en el tiempo, porque yo la veía con los ojos de mi infancia. Un día intentando
destapar una cañería con ácido se cayó y se quemó, eso sumado a la operación de
cadera fue el último detalle para no caminar. No hubo más remedio que ponerla
en un geriátrico, mi mama no podía con su cuerpo pesado e inmóvil. La íbamos a ver casi todo los días. Cuando
llegaba, le llevaba una torta y ella no quería convidársela a nadie. No quería
que yo saludara ni hablara con otras personas, era su visita. Siempre me preguntaba cuando me iba a casar,
porque quería su bisnieto. Así pasaban sus tardes frente al televisor que le
llevamos y compartía con otras mujeres. Era la más diva del geriátrico, lucida,
comunicativa, amable, querible. Su último cumpleaños lo festejo con casi todos
sus hermanos y sobrinos. Tenía un
Walkman para escuchar radio y los diarios y revistas que pedía incansablemente.
Amaba la lectura.
Un día soleado no despertó. Yo no
me puse triste, entendí que había vivido demasiado. Nunca me anime a
preguntarle cómo pudo vivir con el recuerdo de sus dos hijas. Yo creo que me amaba
demasiado y esa era la respuesta. No lo sé. A veces abro la biblia que tardes
enteras consumía hoja por hoja. En esas páginas deben estar las repuestas a mis
preguntas. Nunca soñé con ella hasta la muerte de mi tío Guillermo, el esposo
de Maria. No supe de él en sus últimos 10 años. Pero una noche de mayo de 2011
desperté por un sueño extraño. Todos me sonreían, mi abuela, María y mi tío.
Ella por alguna razón volvió a estar feliz. Entonces supuse que todos estaban
juntos y no me equivoque. En abril de
2011 él murió.
De todos sus hermanos solo queda viva
la negrita que en 2014 cumplió sus 90 años. Ella es la única testigo de toda
esa infancia. Ojala cumpla el sueño de
mi abuela y pueda llegar a los 100 años. No sé para qué vivir tanto, quizá lo
pueda entender cuando me toque a mí estar cerca del final. Su vida y mi infancia fueron más intensas que
todo lo que pueda expresar en estas líneas. Solo quería tenerte en un rincón para que algún día Sofía, tu bisnieta que
llego mucho después de tu partida, pueda saber cuánto yo te quería y cuanto vos
la deseabas conocer. Gracias.